ICEERS | 16 septiembre 2025
Hay vidas que dejan huella en los libros y otras que lo hacen en los corazones. Diego de las Casas Cañedo consiguió ambas cosas: pionero en la defensa legal de la ayahuasca y de quienes la compartían, así como en la lucha por el cese de la persecución legal y económica de los usuarios de cannabis, era un amigo entrañable para quienes lo conocieron: generoso hasta el exceso, divertido hasta el contagio. Su reciente fallecimiento nos arrebató a un abogado lúcido y valiente, pero sobre todo a un ser humano luminoso, con un corazón de oro y una mente de platino.
Diego regresaba del Boom Festival en Portugal, un festival al que acudía con frecuencia para repartir amor, sonrisas y entusiasmo en la pista de baile. Acababa de comprarse una moto de tres ruedas, buscando mayor seguridad en la carretera. Pero el destino quiso lo contrario. Nuestro amigo sufrió un accidente automovilístico y, tras varias semanas en coma inducido, cuando parecía que empezaba a recuperarse, una bacteria oportunista resistente a los antibióticos se lo llevó por delante.
Licenciado en Derecho por la Universidad San Pablo CEU y con formación especializada en práctica jurídica, derecho concursal y fiscalidad, Diego poseía un conocimiento técnico impecable. Pero lo que lo distinguía de sus compañeros de profesión era el coraje: enfrentó a jueces, fiscales, tribunales y técnicos de la Agencia Española del Medicamento y del Instituto Nacional de Toxicología con argumentos claros y pedagógicos, desmontando la lógica absurda de criminalizar prácticas que, desde un punto de vista tanto legal como formal, no constituyen delito.
En los primeros pasos del Ayahuasca Defense Fund, sus aportaciones resultaron fundamentales. Explicaba con sencillez lo que para otros parecía un enigma. «Si el todo no se fiscaliza, la parte tampoco puede fiscalizarse», repetía, con esa mezcla de lógica jurídica y sentido común que tanto le caracterizaba. Con relación al cannabis, su lógica era igualmente aplastante: por más que la planta aparezca en las listas de fiscalización, si en una determinada forma no es psicoactiva —como demuestra la ciencia al analizar las concentraciones específicas de cannabinoides—, entonces no puede considerarse una droga.
Un espíritu libre
Quienes lo conocimos sabemos que Diego fue mucho más que un abogado brillante. Era un hombre entrañable, un anfitrión exquisito, un espíritu libre. Compartimos con él fiestas, raves y viajes de todo tipo, preferiblemente con la banda sonora de Shpongle para amenizar la jornada. Su risa abierta, su humor afilado, su cálida presencia y su mirada deslumbrante convertían cualquier encuentro en un refugio más allá del espacio y el tiempo. Diego no ha muerto. Él es eterno, y se ha ido antes que el resto para reservarnos el mejor sitio en el fiestón tremendo que seguramente se esté celebrando al otro lado del misterio.
Diego era el hombre de las mil chaquetas: poliédrico, versátil, capaz de pasar de una reunión en las altas esferas a una conversación con los indigentes de la calle sin perder jamás la compostura. Tenía una manera de abordar el mundo radicalmente abierta: escuchaba sin juzgar, compartía sin cálculo, se entregaba sin reservas. Igual podías encontrártelo en una sala de vistas defendiendo a un acusado que bailando en una discoteca o viajando hasta el desierto de Nevada para disfrutar del Burning Man y celebrar la vida en todas sus dimensiones.
En su velatorio, en cada conversación, se repetían las mismas palabras: «Diego era uno de mis mejores amigos» o «yo tenía una relación especial con él». Y es que Diego tenía ese don: no importaba cuánto tiempo hubieras compartido a su lado, siempre quedaba la sensación de haber construido un vínculo único. No era cuestión de cuántos momentos compartías, sino de la calidad con que los vivías.
Entre los muchos mensajes recibidos tras su partida, un amigo cercano escribió desde Londres una carta dirigida a su familia. En ella recordaba a Diego como alguien que «siempre te hacía sentir en casa, porque veía el diamante en cada persona», y evocaba su alegría contagiosa: «las cosas tenían que ser bailables, me repetía, y poco a poco uno se daba cuenta de la razón que tenía». Palabras que nos recuerdan que Diego sigue presente en cada gesto de bondad y en cada sonrisa. Otro amigo recordaba también, en esos días de duelo, cómo Diego tenía la extraordinaria capacidad de percibir lo que cada persona necesitaba y de ofrecérselo sin miramientos.
Diego amaba con locura a Carol, a sus dos hijas, Martina y Violeta, y a una comunidad entera que lo siente como parte de su familia y lo seguirá evocando toda la vida. Nos queda su ejemplo: aunar justicia con compasión, derecho con ternura, lucha con celebración. Cada vez que suene Shpongle, cuando un festival nos reúna, mientras alguien defienda a una planta frente a un tribunal, Diego se encontrará ahí, recordándonos que la justicia requiere sentido común y que la vida, incluso en medio de la tragedia, merece celebrarse, pues el tiempo no se mide en años, sino en intensidad, amistad y amor compartido. ¡Vuela muy alto, compañero!
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