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    Medicina o veneno: la paradoja de las plantas psicoactivas

    05.06.2025
    ICEERS | 5 junio 2025

    En un mundo que oscila entre la veneración espiritual y la criminalización, Jerónimo Mazarrasa —director de programas en ICEERS— lleva dos décadas indagando en una pregunta tan simple como inquietante: «¿cómo puede una misma planta ser medicina para una cultura y veneno para otra?».

    La respuesta, según revela en su charla TEDx, no se encuentra únicamente en la botánica, sino en las culturas, los rituales y las formas de relación que las sociedades establecen con estas plantas. Su relato nos transporta desde las profundidades de la Amazonía hasta las salas ceremoniales del Norte Global, explorando el abismo entre lo sagrado y lo prohibido.

    Un viaje iniciático

    Jerónimo Mazarrasa rememora una experiencia profundamente transformadora que marcó un antes y un después en su trayectoria. Tras superar una travesía exigente —permisos oficiales, un vuelo temerario en una avioneta de un solo motor, un aterrizaje en una pista de tierra y una caminata de cinco días por la espesura del Amazonas— logró finalmente alcanzar una comunidad indígena en el Vaupés colombiano. Allí, en un enclave donde aún se practican las danzas del Yuruparí, fue recibido como testigo de una sabiduría que no se aprende en libros ni laboratorios, sino que se transmite en círculo, cuerpo a cuerpo, entre generaciones.

    Esa noche, bajo el techo de la gran maloka —la casa comunal ceremonial—, Mazarrasa presenció una de las escenas más conmovedoras y elocuentes de su vida: la preparación colectiva del mambe, una mezcla elaborada con hojas de coca recién cosechadas, tostadas con esmero, molidas, tamizadas y combinadas con cenizas vegetales que eran dosificadas con delicadeza mediante una pluma. Todo el proceso se realizaba en un clima de recogimiento, belleza y atención.

    El mambe no suponía simplemente una sustancia: constituía un vínculo, una memoria vegetal activada por la ceremonia. Una vez compartido, los participantes tomaban la palabra. Uno por uno, sin interrumpirse, sin elevar el tono. Las ideas no se enfrentaban, se tejían. Las posturas no se contradecían, se afinaban. Cada intervención aportaba una perspectiva, girando en torno a un tema común como si se tratara de una espiral de pensamiento compartido. El resultado no era una votación ni una victoria argumentativa, sino una forma de consenso no verbal, sedimentado en el respeto mutuo y en la escucha activa.

    Para Jerónimo, esta escena no sólo representaba una práctica ancestral, sino una revelación cultural. En el mambeadero encontró una expresión palpable de lo que podría ser una civilización avanzada, una inteligencia colectiva enraizada en el diálogo sereno y en la comunión con la planta. En comparación, los modelos de deliberación política a los que estaba acostumbrado —marcados por la polarización, el ruido y el ego— le parecieron apenas un esbozo rudimentario de convivencia.

    Aquella noche, en el corazón del Amazonas, comprendió que «civilización» no es sinónimo de modernidad tecnológica ni de sofisticación urbana, sino la capacidad de sostener relaciones saludables: con la palabra, con la comunidad, con el entorno, y con los elementos vivos que han acompañado al ser humano desde tiempos inmemoriales.

    Medicina y veneno

    En los mambeaderos, tanto la coca como el tabaco representan mucho más que simples sustancias. Se manifiestan como plantas de poder, profundamente integradas en el tejido espiritual y social de los pueblos indígenas. Son medicinas en el sentido más amplio de la palabra: no sólo remedios físicos, sino también herramientas que favorecen la lucidez mental, el discernimiento ético, la cohesión comunitaria y la conexión con lo trascendente. Estas plantas permiten pensar con claridad, dialogar en paz y vincularse con lo sagrado, como parte de prácticas vivas que articulan la memoria ancestral con la vida cotidiana.

    En cambio, en el imaginario occidental —moldeado por siglos de prohibición, colonialismo y reduccionismo biomédico— estas mismas plantas aparecen profundamente asociadas al daño. Coca y tabaco, en sus formas industrializadas y desvinculadas del ritual, evocan imágenes de adicción, criminalidad, enfermedad y muerte. El tabaco, en particular, se ha convertido en la principal causa de fallecimientos evitables a nivel global, mientras que la coca, convertida en cocaína, simboliza una de las principales cruzadas fallidas de nuestra historia reciente: la «guerra contra las drogas».

    La paradoja resulta evidente y perturbadora. ¿Cómo se explica que el tabaco funcione como canal de oración y pacto para unos, y como producto tóxico para millones? ¿Qué ocurre cuando el conocimiento tradicional, transmitido con reverencia y cuidado, se reemplaza por procesos de producción industrial acelerada? ¿Qué se pierde cuando la espiritualidad se sustituye por la mercantilización, y el respeto ceremonial por el consumo compulsivo?

    La respuesta apunta a una verdad incómoda pero necesaria: no es la planta en sí lo que determina su impacto, sino la manera en que nos relacionamos con ella. El contexto, la intención, el ritual y el respeto constituyen elementos tan decisivos como la composición química. Despojar a las plantas de su dimensión cultural y espiritual no sólo empobrece su significado, sino que abre la puerta a formas de uso que generan sufrimiento, dependencia y desarraigo.

    La excepción que da esperanza

    Frente al patrón reiterado de extracción, distorsión y degradación que han sufrido muchas plantas sagradas al ingresar en el circuito global, Jerónimo Mazarrasa identifica una notable excepción que introduce un resquicio de esperanza: la ayahuasca. A diferencia de sus predecesoras en este proceso de contacto intercultural, su expansión contemporánea hacia el Norte Global ha venido acompañada, en muchos casos, de una voluntad explícita de preservar su dimensión ceremonial. En lugar de comercializarse como una sustancia más del mercado del bienestar o de las terapias alternativas, la ayahuasca ha comenzado a integrarse como práctica colectiva, con un fuerte componente ritual, musical y ético.

    Las ceremonias fuera del Amazonas, aunque diversas, tienden a conservar elementos centrales de las prácticas tradicionales: el rol del guía o facilitador, la selección consciente de la dosis, el uso de cantos o música para contener la experiencia, y la importancia del grupo como sostén. Este fenómeno representa algo históricamente inédito: por primera vez, una medicina indígena se globaliza como contexto, no sólo como sustancia.

    Sin embargo, Mazarrasa no idealiza el proceso. Reconoce que este camino emergente se encuentra lejos de ser perfecto. Desde ICEERS, identificamos y abordamos a diario desafíos urgentes: la apropiación cultural sin reconocimiento ni reciprocidad, la presión comercial que amenaza la sostenibilidad de las especies, los vacíos legales que generan inseguridad jurídica para practicantes y facilitadores, así como la falta de estándares éticos compartidos y estructuras de cuidado para manejar experiencias difíciles o riesgos psicológicos.

    A pesar de estos desafíos, el hecho de que existan comunidades, colectivos y redes que se esfuercen por conservar la integridad del vínculo con la planta supone, en palabras de Jerónimo, una «señal de un cambio cultural significativo». Una señal de que es posible otra forma de encuentro entre mundos: más horizontal, más respetuosa, más dispuesta a aprender en lugar de imponer. Y eso, en un panorama global marcado por el extractivismo espiritual y la mercantilización de lo sagrado, representa una verdadera excepción luminosa.

    El regalo de los dioses: mito y advertencia

    Para cerrar su reflexión, nuestro director de programas recurre a un mito ancestral: al principio de los tiempos, los dioses ofrecieron a los humanos un regalo poderoso. Si se usaba con reverencia, traería bendiciones; si se manipulaba con ignorancia o avidez, se volvería maldición. Ese «regalo» podría ser una planta, el fuego, o incluso una tecnología, como la inteligencia artificial.

    El mensaje de este mito resuena con especial urgencia en nuestro tiempo: no se trata simplemente de la sustancia o la tecnología en cuestión, sino del tipo de vínculo que establecemos con ella. ¿Nos acercamos como aprendices o como conquistadores? ¿Como guardianes o como consumidores? ¿Desde el diálogo o desde la imposición?

    Jerónimo propone que quizás ha llegado el momento de abandonar las certezas arrogantes que han guiado históricamente a las sociedades industrializadas en su relación con el mundo natural. Tal vez el camino hacia un futuro más justo y sostenible requiera un giro radical: escuchar con humildad a quienes, durante generaciones, han cultivado una relación íntima, recíproca y ceremonial con estas entidades vivas que llamamos plantas.

    En palabras de algunos pueblos indígenas, se trata de aprender a estar «en buena relación» con lo que nos rodea —ya sea una planta, una tecnología o incluso una cultura ajena—. Y ésa, concluye, podría ser una de las habilidades más urgentes que necesitamos desarrollar colectivamente en estos tiempos acelerados y vulnerables.

    Un cambio de paradigma

    Para Jerónimo, restaurar el vínculo entre humanidad y plantas maestras requiere una pedagogía ancestral, donde las plantas no actúan como objetos de consumo, sino como agentes de enseñanza. Este aprendizaje colectivo nos interpela en múltiples niveles: nos obliga a revisar nuestras nociones de salud, nuestra relación con el dolor y el sufrimiento, nuestras formas de autoridad, nuestras estructuras de cuidado y hasta nuestra idea de progreso.

    El tránsito desde el miedo y la prohibición hacia una relación consciente, responsable y transformadora no será inmediato ni sencillo. Requiere desmantelar décadas —e incluso siglos— de prejuicio, racismo epistémico y extractivismo cultural. Implica dejar de ver a estas plantas como amenazas o como productos, y comenzar a reconocerlas como maestras vivas, insertas en tramas de reciprocidad, memoria y espiritualidad.

    La historia de estas plantas no está escrita en piedra. Su destino en nuestras culturas aún puede reorientarse. Pero para que eso ocurra, hacen falta más que reformas legislativas o protocolos clínicos. Hace falta una disposición ética y afectiva: la voluntad de escuchar sin imponer, de aprender sin apropiarse, de proteger sin domesticar. En última instancia, no se trata sólo de las plantas. Se trata de nosotros. De cómo queremos habitar el mundo, de qué tipo de relaciones estamos dispuestos a sostener con aquello que es poderoso, sagrado y diferente. Y para eso —más que certezas o soluciones— lo que más se necesita es humildad.

     

    Categories: Noticias , Noticias
    Tags: ayahuasca , medicina tradicional , plantas psicoactivas , Amazonía , coca