Igor Domsac | 22 julio 2025
En lo profundo del Amazonas venezolano, entre las cabeceras de los ríos Cataniapo y Carinagua, el pueblo hüottüja —también conocido como piaroa— mantiene viva una de las tradiciones espirituales más estructuradas, profundas y menos conocidas de Sudamérica: la ceremonia de la Ñuá. Se trata de una práctica milenaria que se sostiene con discreción y rigor, lejos de los focos mediáticos, pero con una solidez ética, filosófica y cosmológica que ha resistido siglos de colonización, desplazamientos y silenciamiento.
La Ñuá es una medicina sagrada elaborada a partir de las semillas verdes del árbol Anadenanthera peregrina, conocido en otras culturas como yopo. Pero para los hüottüja, no se trata simplemente de un «rapé psicodélico», ni de una herramienta para inducir visiones o alterar la consciencia en términos occidentales. La Ñuá constituye, ante todo, un vehículo de conocimiento espiritual encarnado: una puerta de acceso a modos de percepción, escucha, regulación emocional y formación del carácter que no pueden separarse del contexto ritual en el que se transmite.
Como se afirma en un informe elaborado por Kuami Kiachi en colaboración con el meñëruá Rufino Pónare y su hijo Fregilbert Milano, «la Ñuá no es una sustancia recreativa ni un enteógeno genérico. Forma parte de un sistema espiritual complejo que integra elementos de cosmología, ecología, lingüística ritual, ética comunitaria, regulación emocional, entre muchos otros».
Este sistema no puede entenderse si se fragmenta. Su coherencia se encuentra en la articulación entre el canto sagrado, la disciplina del silencio, la preparación colectiva, la guía del maestro ceremonial (meñëruá), el conocimiento sobre los árboles y las abejas, la historia oral, el lenguaje ritual y la ética del cuidado. Nada aparece disociado: la medicina no actúa sola, sino como expresión de una red de relaciones vivas entre humanos, plantas, espíritus, memoria y territorio.
Así, la Ñuá no «produce efectos» como lo haría una molécula aislada. Lo que propicia es un espacio-tiempo ritual en el que la persona puede reordenar sus emociones, aquietar el pensamiento, percibir desde otros planos, y —como repiten los sabios hüottüja— aprender a estar en el mundo con más equilibrio. Lejos de proponer una disolución del ego o una experiencia de éxtasis, esta tradición nos invita a un acto radicalmente distinto: permanecer, escuchar, respirar, sin moverse, sin huir, sin interpretar.
Esta cualidad, aparentemente sencilla, pero profundamente transformadora, ha hecho de la Ñuá una práctica de resistencia espiritual y de refinamiento perceptivo. En un tiempo donde todo empuja al ruido, la hiperestimulación y la catarsis desbordada, la pedagogía hüottüja sostiene un mensaje tan exigente como luminoso: para sanar, a veces, es necesario callar.
La Ñuá: más allá del yopo
Aunque comparte su origen botánico con el yopo utilizado por numerosos pueblos indígenas del Orinoco y la Amazonía —como los yanomami, piapoco, guahibo, cubeo o desana—, la Ñuá representa mucho más que una variante local de una práctica extendida. En el universo hüottüja, esta medicina no sólo recibe un nombre propio: se inscribe en un entramado ritual, ético y cosmológico profundamente singular, que la convierte en una de las expresiones más refinadas de la farmacología espiritual indígena.
A diferencia de otros contextos donde el yopo es soplado en las fosas nasales por otro participante (conocido como blow partner en la literatura antropológica), los hüottüja practican la autoadministración mediante un instrumento ritual llamado Ñuaba, tallado en forma de Y. Este gesto, aparentemente técnico, revela una filosofía diferente: la experiencia con la Ñuá es íntima, silenciosa, no reactiva, y no depende de un estímulo externo o de una intervención del otro. Se trata de una medicina que opera desde el centro de uno mismo, bajo una guía espiritual rigurosa pero sin coacción.
La ceremonia no incluye cantos colectivos, ni música, ni bailes, ni intervenciones externas. Se realiza en completo silencio, en una atmósfera de absoluta quietud y concentración. La instrucción es clara y repetida con sobriedad: «no moverse, no pensar, respirar lento».
Este marco ceremonial no busca provocar una ruptura con la realidad ordinaria, sino afinar la percepción hacia formas más sutiles de la consciencia. Los efectos de la Ñuá, según relatan los propios practicantes, se traducen en visiones de patrones geométricos y sensaciones energéticas que atraviesan el cuerpo. Pero a diferencia de muchas otras medicinas visionarias, no remiten a recuerdos personales ni escenas biográficas, y mucho menos a evocaciones de personas fallecidas, permitiendo el desbloqueo emocional sin la necesidad de revivir el recuerdo explícito del trauma.
En lugar de una catarsis dramática, el proceso que se despliega resulta sutil, corporal, pausado. La medicina no conduce a una «revelación» en términos occidentales, sino a una reconfiguración del estado emocional interno, a través de la respiración, el silencio y la quietud. Se trata de una forma radical de desapego: la sanación no consiste en entender el dolor, sino en soltarlo.
Esta concepción contrasta con muchos de los enfoques terapéuticos contemporáneos, que privilegian la verbalización, la reexperimentación narrativa o la intensificación emocional. En la pedagogía hüottüja, por el contrario, el aprendizaje pasa por la contención, por la capacidad de mantenernos presentes sin reaccionar, por la integración no discursiva de la experiencia. En ese sentido, la Ñuá, mucho más que una planta visionaria, representa un lenguaje silencioso de reequilibrio profundo.
El meñëruá: guardián del canto, mediador del equilibrio
En el corazón de la ceremonia de la Ñuá —y, por extensión, de la vida espiritual del pueblo hüottüja— se encuentra la figura del meñëruá, término que se traduce aproximadamente como «dueño del canto». Pero esta traducción apenas sugiere la profundidad del rol que encarna como portador de un linaje de conocimiento espiritual, ético y cosmológico que atraviesa generaciones y estructura la relación del pueblo con su territorio, sus emociones, sus vínculos y sus sueños.
A diferencia de otras figuras rituales que adquieren autoridad a través de la herencia o la autoafirmación, el meñëruá obtiene su legitimidad por reconocimiento colectivo, tras años —o incluso décadas— de formación silenciosa, ayunos, dietas, sacrificios, pruebas de dolor, aprendizaje de cantos sagrados y demostraciones de humildad y entrega.
El canto del meñëruá no constituye simplemente una expresión estética o espiritual, sino una tecnología del equilibrio: a través de él se invocan fuerzas, se transmiten saberes, se regulan emociones y se afina la percepción colectiva. El canto actúa como canal y contenedor. En ausencia de discurso, el canto sostiene; en ausencia de guía explícita, orienta.
Actualmente, uno de los últimos meñëruá plenamente reconocidos por su pueblo es Rufino Pónare, cuyo nombre tradicional es Jattüpa. Nacido en 1954 en la cabecera del río Cataniapo, fue iniciado desde niño por su padre, José Antonio Bolívar, sabio que se convirtió en figura clave para la preservación de la Ñuá en tiempos de transformación cultural profunda. El linaje de Jattüpa se remonta a siete generaciones de maestros, lo que le confiere una autoridad espiritual excepcional dentro y fuera del territorio hüottüja.
El abuelo Bolívar, que falleció en 2016 a los 126 años de edad, fue también quien dio los primeros pasos hacia una apertura ética del uso ceremonial de la Ñuá a los sabararí —personas no indígenas—, en un proceso delicado guiado por la conciencia de que compartir no es diluir, sino proteger. Durante sus últimos años, viajó a países como Canadá, Colombia y México, donde compartió su sabiduría en encuentros cuidadosamente contextualizados.
Más que preservar una tradición, el meñëruá cumple la función de sostener un orden espiritual y comunitario en un mundo donde todo parece empujar al olvido. Su existencia es testimonio de una sabiduría encarnada, inseparable de la tierra, del canto y de la práctica. Frente a la amenaza de la apropiación y la simplificación externa, su rol se vuelve hoy más necesario que nunca.
Preparación: conocimiento ancestral y precisión ritual
El proceso comienza con la recolección de las semillas verdes del árbol Anadenanthera peregrina, seleccionadas en un punto específico de maduración. Éstas se machacan en pilones junto con una serie de ingredientes sagrados hasta obtener una masa homogénea: miel de abeja sin aguijón del Amazonas (un tipo de miel que «parece agua»), cenizas vegetales específicas (cuya identidad se mantiene dentro del círculo de conocimiento) y semillas de algodón, anacardo o maní. La masa se estira posteriormente para secarse cerca de las brasas. Esta galleta se pica en piedras, que luego se almacenan en frascos dentro de la canasta yopera.
Durante la ceremonia, justo antes de comenzar a repartir la Ñuá, el maestro tritura las piedras hasta convertirlas en un polvo finísimo. El polvo resultante no se manipula con instrumentos industriales: se recolecta con brochas de cerdas naturales sobre platos de madera. Todo el proceso se realiza en silencio, con respeto, como una ofrenda. No hay automatismos: cada paso implica atención, escucha y responsabilidad.
Como afirma el informe de Kuami Kiachi, «no hay cantidades conocidas de Ñuá que puedan provocar la muerte de una persona. […] En algunos contextos ceremoniales, se anima a los participantes a consumir todas las cantidades que su espíritu necesite». Este uso autorregulado puede parecer extraño desde la perspectiva farmacológica occidental, pero responde a una lógica profundamente estructurada. No se trata de una ingesta libre o improvisada, sino de una decisión acompañada por la figura del meñëruá, quien conoce el estado físico, emocional y espiritual de cada participante. La cantidad administrada no se mide en gramos, sino en relación con el proceso que la persona está atravesando, su historia, su vínculo con la comunidad y el momento ritual.
En este sentido, la preparación y administración de la Ñuá resultan inseparables de su cosmovisión. No puede separarse el «contenido activo» de su contexto ritual sin perder lo esencial. La eficacia de la medicina no se encuentra únicamente en su composición química, sino en cómo, cuándo, dónde y con quién se prepara y se entrega.
La Ñuá: reconocimiento legal y protección cultural
Este saber ancestral, como muchos otros dentro de los pueblos indígenas de Venezuela, goza de protección legal explícita en el marco constitucional. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (1999) reconoce en sus artículos 119, 120 y 121 el derecho de los pueblos originarios a conservar y desarrollar sus sistemas culturales, espirituales y de salud propios. La Ley Orgánica de los Pueblos y Comunidades Indígenas (2005) va aún más lejos, reconociendo la medicina tradicional como una forma válida y legítima de atención integral, y prohibiendo expresamente su criminalización.
«Estos principios respaldan de manera directa el derecho del pueblo hüottüja a preparar, usar y transmitir el conocimiento sobre la Ñuá, sin interferencias externas ni riesgo de criminalización».
Este reconocimiento cobra especial relevancia en un momento histórico en el que las medicinas indígenas despiertan un creciente interés global, no siempre acompañado del respeto necesario. La Ñuá —como tantas otras prácticas— se encuentra hoy en una zona de riesgo: admirada por unos, exotizada por otros, y potencialmente descontextualizada por quienes la reducen a sus principios activos.
Frente a eso, los hüottüja han optado por proteger compartiendo. Por abrir sin entregarse. Por decir que sí, pero con condiciones. El legado del abuelo José Antonio Bolívar y de su hijo Rufino Pónare es un ejemplo de cómo se puede dialogar sin despojar, enseñar sin exponerse, y preservar sin cerrarse al mundo exterior.
Hacia un diálogo intercultural
Más allá de la documentación o la preservación, esta tradición plantea un modelo de relación distinto entre saberes: una invitación a repensar los marcos dominantes de la investigación científica y académica, que históricamente han situado a los pueblos indígenas como objetos de estudio más que como sujetos activos del conocimiento. Hoy, en cambio, se vuelve imprescindible avanzar hacia formas de colaboración basadas en el respeto, la reciprocidad y la coautoría real.
Ha llegado el momento de imaginar nuevas formas de diálogo entre ciencia y tradición. Esto no significa únicamente estudiar a los pueblos indígenas, sino estudiar con ellos. Reconocer que portan sistemas de conocimiento con lógicas propias, con metodologías rigurosas, con protocolos éticos más refinados que muchos de los que guían la investigación convencional.
En este nuevo horizonte, se abre la posibilidad de desarrollar estudios etnofarmacológicos donde los sabios indígenas no se limiten a actuar como informantes subordinados, sino como investigadores con agencia plena. También pueden establecerse investigaciones interculturales sobre trauma y medicina visionaria, capaces de iluminar las particularidades de procesos de sanación no catárticos, como los que se producen en los rituales de Ñuá. Del mismo modo, los cantos rituales merecen ser abordados como archivos vivos de cosmología, historia y ética oral. Y quizá una de las aportaciones más urgentes sea el estudio profundo de las pedagogías emocionales indígenas, como la hüottüja, que plantean modelos de autocontrol, claridad ética y formación del carácter con implicaciones transformadoras para la educación, la salud mental y el desarrollo humano.
Nada de esto surge del afán extractivo. Muy al contrario, lo que se propone es un reconocimiento mutuo. Una comprensión del hecho de que los pueblos indígenas no representan vestigios de un pasado que se desvanece, sino portadores de formas de futuro que el mundo moderno necesita —y muchas veces ha olvidado— para poder sostenerse con dignidad y equilibrio.
Fotografías: Alex Rodríguez @espiralex_
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