Igor Domsac | 20 junio 2025
El lenguaje, además de comunicar, puede convertirse en una herramienta ideológica. Las palabras no constituyen únicamente vehículos de información, sino que construyen realidades. Y, en el ámbito de las políticas de drogas, los vocablos utilizados determinan a quién se criminaliza, qué prácticas se deslegitiman y qué saberes se invisibilizan. Términos como «drogas ilegales», «adicciones» o «abuso» no resultan neutros. Más bien al contrario, reflejan y perpetúan un marco prohibicionista que, más allá de sus implicaciones jurídicas, alberga consecuencias culturales, sociales y epistémicas que permean todos los ámbitos de nuestra sociedad.
Además, el lenguaje influye directamente en el diseño y aplicación de políticas de salud pública. Un enfoque centrado en la reducción de daños y en la atención desde la dignidad humana requiere desterrar términos cargados de culpa o marginalización. Reconocer los saberes tradicionales y espirituales como parte legítima del acompañamiento terapéutico puede ampliar el abanico de respuestas clínicas, y ofrecer caminos de sanación más integrales y respetuosos con la diversidad cultural.
Organizaciones como Dianova han destacado que el uso de términos estigmatizantes contribuye a reforzar estereotipos negativos y a dificultar el acceso a tratamientos. En su informe titulado El poder de las palabras, esta entidad subraya la importancia de adoptar un lenguaje que respete la dignidad de las personas y que evite perpetuar prejuicios asociados al consumo de sustancias. Esta perspectiva ha sido respaldada por otros organismos internacionales, como MedlinePlus Magazine, que explica cómo el lenguaje estigmatizante afecta directamente el tratamiento de la adicción, y por el National Institute on Drug Abuse, que ha publicado una guía de términos preferidos para hablar sobre el consumo de sustancias.
También desde España, la UNAD —Red de Atención a las Adicciones— ha elaborado guías para combatir el estigma desde un enfoque de derechos, al igual que el National Council for Mental Wellbeing en Estados Unidos, que insiste en la importancia del lenguaje centrado en la persona. Del mismo modo, el discurso jurídico y mediático suele presentar la «ilegalidad» de ciertas especies y sustancias como un hecho incuestionable, cuando en realidad se trata de una construcción normativa, arbitraria y selectiva. Este paradigma ignora contextos tradicionales donde las plantas se emplean con fines rituales, curativos o espirituales, y donde el uso se halla legitimado por siglos de práctica cultural. Hablar de «ilegalidad» sin matices significa contribuir a una narrativa simplista que no hace justicia a la complejidad del fenómeno.
Nombrar es decidir: el poder de la terminología
La diversidad de prácticas con especies psicoactivas —ya sean vegetales, animales o fúngicas— exige una terminología igualmente rica y matizada. Sin embargo, en términos prácticos, las expresiones empleadas por medios de comunicación, instituciones o incluso juristas suelen mostrarse imprecisas, y muchas veces heredan una carga colonial, patologizante o criminalizadora.
Vocablos como «droga», «narcótico» o «estupefaciente» no sólo carecen de rigor científico —ya que mezclan categorías farmacológicas, legales y sociales—, sino que perpetúan el estigma de las personas involucradas. Frente a ello, resulta preferible utilizar expresiones más neutrales y precisas como «especies psicoactivas», «sustancias visionarias» o «plantas de uso tradicional», según el contexto. Cada una de estas denominaciones describe realidades distintas y subraya dimensiones específicas: bioquímicas, espirituales, culturales o ecológicas.
En un estudio publicado en el International Journal of Drug Policy se recomienda utilizar un lenguaje centrado en las personas, evitando términos peyorativos como «adicto» o «criminal», y siendo específicos en lugar de generalizar. Además, se resalta la importancia de incluir a las personas afectadas por el consumo de drogas en la selección de los términos, respetando sus preferencias y adaptando el vocabulario según el contexto. Esta responsabilidad recae especialmente sobre los medios de comunicación, cuya narrativa dominante suele amplificar marcos prohibitivos o patologizantes. Una cobertura más informada y respetuosa podría contribuir de forma decisiva a desestigmatizar estas prácticas y generar un debate público más matizado.
El lenguaje centrado en la persona propone una forma de comunicación que antepone la identidad humana por encima de cualquier condición, diagnóstico o característica, con el objetivo de evitar el estigma y promover el respeto. En lugar de usar términos que reducen a las personas a una etiqueta —como «drogadicto» o «alcohólico»—, propone expresiones como «persona con trastorno por uso de sustancias». Este enfoque ha sido adoptado en ámbitos como la salud, la discapacidad y las adicciones, y busca humanizar el discurso reconociendo a cada individuo en su dignidad, más allá de sus circunstancias.
La simplificación como forma de violencia cultural
Una de las consecuencias más perniciosas del lenguaje impreciso es la tendencia a la simplificación. Esta reducción se manifiesta en varias formas, como omitir el contexto ritual y cultural de las prácticas indígenas o reducir el uso tradicional de ciertas plantas a su principio activo o a su potencial terapéutico moderno. Este reduccionismo puede considerarse una forma de violencia epistémica, despojando a las prácticas tradicionales de su riqueza simbólica, relacional y espiritual, y reencuadrándolas bajo lógicas biomédicas o mercantiles. Nombrar correctamente constituye, en este sentido, un acto de reparación y respeto.
La imprecisión terminológica no sólo afecta a la narrativa pública o académica: también puede acarrear consecuencias jurídicas graves. El principio de legalidad exige que las normas penales se redacten de manera clara, precisa y predecible. El uso ambiguo de conceptos legales puede abrir la puerta a interpretaciones arbitrarias y a una aplicación injusta de la ley.
En muchos países, la ausencia de marcos diferenciados para los usos tradicionales de las especies psicoactivas lleva a que personas indígenas o facilitadoras con formación ancestral sean tratadas como delincuentes, en lugar de como portadoras de un saber ancestral legítimo. Aquí, la precisión del lenguaje representa también una herramienta de justicia.
Hacia una ecología del lenguaje
Hablar de ayahuasca, iboga, peyote o sapo sin atender a los contextos sociales, ecológicos y culturales en los que estas prácticas se inscriben resulta tan problemático como ignorar las cadenas de suministro o los impactos de la demanda occidental sobre estas especies. La precisión en el lenguaje debe ir acompañada de una mirada ética que incluya la reciprocidad, la sostenibilidad y el respeto a la autodeterminación de los pueblos custodios. Reconocer la importancia de la «reciprocidad sagrada» en las tradiciones indígenas —un compromiso que va más allá del reconocimiento superficial, incluyendo acciones concretas de apoyo y retribución— constituye la clave para evitar la apropiación cultural y promover un diálogo verdaderamente equitativo
En este sentido, el lenguaje no sólo debe resultar preciso: también debe posicionarse desde un punto de vista ético. Nombrar no implica simplemente describir, sino situarse. Y en contextos de colonialismo epistémico, el lenguaje puede representar tanto un instrumento de dominación como una herramienta de descolonización. El compromiso con la transformación de las políticas de drogas y la desestigmatización de las medicinas ancestrales pasa necesariamente por una revisión profunda de nuestro vocabulario. Y cuestionar el paradigma de la «legalidad» supone el primer paso para abrir un debate verdaderamente democrático e inclusivo.
Esta transformación discursiva también debería reflejarse en los planes de estudio de profesiones clave —como el derecho, la medicina, la psicología o el periodismo— donde persisten inercias formativas que reproducen estigmas o invisibilizan enfoques interculturales. Incorporar una pedagogía crítica sobre el lenguaje puede suponer un paso fundamental para revertir estas tendencias desde la base. Desde diversas organizaciones y voces comprometidas, se impulsa una gramática más precisa, ética y culturalmente informada. Porque no se trata simplemente de cómo decimos las cosas: se trata de a quién escuchamos, a quién silenciamos, y qué mundos permitimos existir con nuestras palabras.
¿Pueden las plantas ser ilegales?
En el centro de los debates sobre drogas y política pública, hay una pregunta que puede parecer simple, pero que conlleva implicaciones profundas: ¿puede una planta ser ilegal? Ésta es una de las cuestiones que plantea Darryl Bickler, abogado británico y fundador de la Drug Equality Alliance, quien sostiene que lo ilegal no son las plantas o sustancias en sí, sino las acciones humanas específicas relacionadas con ellas. «Las sustancias no pueden ser inherentemente ilegales. No tienen agencia, no cometen actos. Lo que debe ser evaluado legalmente son los comportamientos humanos en contextos específicos, no la mera existencia de una planta», explica Bickler.
Durante décadas, los marcos legales internacionales han prohibido la utilización de sustancias como la DMT, la psilocibina o la mescalina, lo que ha provocado como efecto colateral la persecución de las prácticas con plantas que contienen estos compuestos de manera natural, como la ayahuasca, los hongos psilocibios o el cactus San Pedro. Desde esta perspectiva, el control jurídico debería centrarse en actos concretos —como la distribución no autorizada o las prácticas que pongan en riesgo la seguridad pública— en lugar de perseguir la mera posesión o cultivo de elementos naturales con los que nos hemos relacionado durante siglos con fines medicinales, espirituales y culturales. ¿Qué sentido tiene considerar delito la mera posesión de una planta, sin considerar el contexto de sus prácticas?
Un cambio de mirada desde los derechos humanos
En ICEERS, llevamos más de una década trabajando en esta dirección. A través del Ayahuasca Defense Fund (ADF), hemos acompañado legalmente a personas perseguidas por sus vínculos tradicionales y espirituales con las plantas psicoactivas. Nuestro enfoque parte de un principio claro: las prácticas culturales y terapéuticas deben ser protegidas, no criminalizadas. Y es que las decisiones judiciales que se basan en interpretaciones estrictas de los tratados de fiscalización de drogas tienden a ignorar los derechos humanos, los derechos culturales y la libertad de conciencia.
Natalia Rebollo, abogada internacional en derechos humanos, ha desarrollado un marco conceptual que distingue tres formas de interpretación legal en estos casos: restrictiva, conciliatoria y biocultural. Esta última propone entender el uso de plantas psicoactivas en sus contextos rituales y ancestrales, reconociéndolas como parte del patrimonio cultural y espiritual de los pueblos. «Las plantas no son drogas. Son seres vivos, con los que ciertas culturas han desarrollado vínculos profundos. El derecho tiene que reconocer y respetar esta dimensión», señala Natalia.
Avanzar hacia un reconocimiento real de estas prácticas implica también diseñar marcos jurídicos interculturales, que integren diferentes formas de comprender la salud, la espiritualidad y la naturaleza. Esto requiere que el derecho se abra a una pluralidad epistémica, donde los saberes ancestrales y los sistemas normativos indígenas se consideren legítimos y válidos. También en Europa, algunos jueces y juristas comienzan a expresar reservas sobre la actual interpretación legal de estas sustancias. El magistrado emérito del Tribunal Supremo español, Joaquín Giménez, ha declarado públicamente que «considerar como droga la planta completa es una barbaridad», refiriéndose en particular al cannabis.
Por su parte, en América Latina algunos países han empezado a debatir legislaciones que reconocen el derecho al autocultivo como una expresión de libertad personal y espiritual. En Chile, por ejemplo, se ha discutido una ley que protege el uso de plantas psicoactivas desde una óptica de derechos fundamentales. «La criminalización de las plantas implica una forma de interferencia estatal en la vida íntima de las personas. Es necesario avanzar hacia un modelo que respete la espiritualidad y la autodeterminación», señalan los defensores de esta reforma legal.
Naturaleza, espiritualidad y tradiciones
La criminalización de las plantas no sólo genera injusticias legales. También interrumpe procesos personales y colectivos de sanación y autoconocimiento, y silencia tradiciones vivas que han cuidado estas sabidurías durante siglos. Más allá del ámbito legal, existe un reconocimiento creciente del valor cultural y espiritual del uso de plantas maestras como la ayahuasca, la iboga o los hongos que contienen psilocibina. Pese a que sus principios activos se encuentren fiscalizados, no se trata de «drogas», sino que constituyen vehículos de conexión con dimensiones profundas del ser y catalizadores del vínculo comunitario.
Benjamin De Loenen, director ejecutivo y fundador de ICEERS, defiende que la globalización de estas plantas debe beneficiar «a todas las comunidades implicadas, y en primer lugar a las culturas y territorios indígenas, así como a los sofisticados sistemas de conocimiento que estos pueblos han resguardado durante muchísimas generaciones». Desde esta visión, tratarlas como una droga más dentro del paradigma prohibicionista occidental constituye una forma de despojo cultural.
Desde ICEERS, creemos en la necesidad de repensar el paradigma prohibicionista. En lugar de condenar a la naturaleza, enfoquémonos en promover marcos legales que respeten los derechos humanos, la diversidad cultural y la relación sagrada que muchos pueblos mantienen con estas medicinas, armonizándolos con la necesidad de regular las prácticas potencialmente problemáticas. Esto implica despenalizar la posesión o cultivo de plantas y hongos, y centrar los esfuerzos jurídicos en prevenir daños reales, no en reprimir prácticas culturales legítimas.
Estas voces nos recuerdan que no podemos seguir culpando a la naturaleza de las acciones humanas. Las plantas no delinquen. Son las políticas mal diseñadas las que muchas veces generan más daño que el que pretenden evitar.
¿Tienen las plantas derechos?
En las últimas décadas, diversos pensadores y científicos han cuestionado la visión tradicional que considera a las plantas como meros objetos pasivos, proponiendo en cambio reconocerles derechos legales y morales. La periodista científica Alessandra Viola, en su libro Flower Power, argumenta que las plantas son seres sensibles, sociales e inteligentes, y plantea: «¿Quién decidió que hombres, mujeres, niños y animales merecen derechos, mientras que las plantas no?».
Viola ha propuesto una Declaración Universal de los Derechos de las Plantas, buscando una protección legal que refleje su valor intrínseco. El neurobiólogo vegetal Stefano Mancuso respalda esta visión, destacando que las plantas poseen formas de inteligencia y comunicación complejas, lo que desafía la noción de que carecen de agencia. Por su parte, la bióloga y escritora Robin Wall Kimmerer, desde una perspectiva indígena, enfatiza la reciprocidad entre humanos y plantas, considerando a estas últimas como parientes y maestras que merecen respeto y cuidado.
Estas voces convergen en la idea de que criminalizar a las plantas por su composición química o propiedades psicoactivas constituye una forma de violencia epistémica y ecológica. En lugar de prohibir su existencia, proponen enfoques legales que reconozcan su valor cultural, espiritual y ecológico, enfocándose en regular los usos humanos que puedan resultar perjudiciales. Este cambio de paradigma invita a reconsiderar nuestra relación con el mundo vegetal, promoviendo un marco legal más justo y sostenible.
En definitiva, el lenguaje que empleamos para hablar de las especies psicoactivas no supone un mero accesorio discursivo: se trata de una herramienta de poder que moldea políticas, percepciones y realidades. Elegir con cuidado nuestras palabras implica también elegir con qué marco ético, cultural y político nos alineamos. En un momento en que crecen los debates sobre despenalización, derechos culturales y sostenibilidad, urge adoptar un enfoque comunicativo que combine precisión terminológica, sensibilidad intercultural y respeto a los derechos humanos. Replantear cómo nombramos las plantas y los saberes que las acompañan no constituye una cuestión semántica menor, sino una vía para sanar heridas históricas, combatir el estigma y avanzar hacia una convivencia más justa con la diversidad de mundos que habitan en este planeta. Las palabras, cuando se pronuncian con consciencia, pueden convertirse en semillas de transformación.
Categories:
Noticias
, Derechos humanos
Tags:
derechos humanos
, plantas psicoactivas
, política de drogas
, lenguaje
, palabras
, descolonización