IGOR DOMSAC | 1 agosto 2025
La crisis mundial de opioides sintéticos representa una de las emergencias sanitarias más graves de nuestra época. En países como Estados Unidos y Canadá, la disponibilidad de fentanilo y sus análogos —extremadamente potentes y altamente adictivos— ha desbordado los sistemas de salud pública. Según la ONU y la OMS, más de 150.000 personas mueren al año por sobredosis de opioides. En EE UU, las muertes por fentanilo mezclado con estimulantes pasaron de 235 en 2010 a más de 34.000 en 2020.
Frente a esta situación, se hace necesario ampliar el enfoque más allá de la prohibición y los tratamientos farmacológicos convencionales. Una de las vías más prometedoras para solucionar esta crisis pasa por volver la mirada hacia el uso tradicional del opio: una sustancia compleja, culturalmente significativa y farmacológicamente menos peligrosa cuando se consume de forma controlada por vía oral o fumada.
La adormidera: una planta cargada de historia
La adormidera (Papaver somniferum), conocida también como amapola real, dormidera o papola, ha acompañado al ser humano desde el Neolítico. Restos arqueológicos hallados en yacimientos como La Marmotta (Italia), Le Taï (Francia) y la Cueva de los Murciélagos (España) muestran su presencia en contextos agrícolas desde al menos el 5700 a.e.c. A diferencia de la mayoría de cultivos neolíticos, que fueron domesticados en el Creciente Fértil, la adormidera parece haber supuesto una aportación europea al conjunto de plantas medicinales y rituales. Su presencia en sedimentos arqueobotánicos de las cuencas del Rin, Ródano, Po y Danubio sugiere que su domesticación pudo haber ocurrido de forma independiente en el ámbito mediterráneo occidental, en paralelo a los procesos agrícolas tempranos.
La adormidera crece de forma espontánea en regiones templadas y ha sido utilizada desde tiempos remotos no sólo por sus efectos medicinales, sino también como alimento (semillas), cosmético y planta sagrada. Las cápsulas secas, a menudo decoradas, han sido encontradas en sepulcros prehistóricos junto a ajuares funerarios, indicando su posible papel en rituales de paso, protección del alma o facilitación del tránsito hacia la muerte. Textos sumerios y egipcios ya describían su uso, y su conocimiento pasó de civilización en civilización a través de rutas comerciales y migraciones.
Diversos pueblos del Mediterráneo —desde los griegos hasta los íberos— usaban cápsulas de adormidera como ofrendas funerarias o para inducir el sueño en ritos iniciáticos. En la mitología griega, dioses como Hypnos, Nyx y Esculapio aparecen representados portando cápsulas de adormidera, símbolo del descanso, la sanación y la muerte tranquila. En la iconografía romana, la planta también aparece asociada a Somnus y Letum, vinculando su uso al sueño eterno y a la compasión divina. En la Edad Media europea, el saber médico transmitido por escuelas árabes mantuvo el conocimiento de sus propiedades, que resurgió en el Renacimiento y se consolidó en la farmacopea ilustrada.
Propiedades y farmacología del opio
El opio se obtiene a partir del látex desecado que exuda la cápsula inmadura de la adormidera, generalmente mediante incisiones cuidadosas en la superficie de la cápsula aún verde. Una vez expuesto al aire, este látex se torna marrón oscuro y adquiere una consistencia pegajosa, característica del opio crudo. Este material contiene más de ochenta alcaloides, entre ellos la morfina, codeína, tebaína, papaverina y noscapina, los cuales actúan de forma sinérgica en el organismo. Esta rica complejidad química le otorga al opio un perfil farmacológico amplio, con una gama de efectos que no pueden ser reducidos a un único principio activo. A diferencia de los opioides sintéticos modernos —como el fentanilo o la oxicodona—, que constituyen moléculas aisladas y altamente concentradas, el opio natural ofrece una acción más modulada y gradual, con menor riesgo de sobredosis inmediata si se consume de forma tradicional (oral o fumada).
Las propiedades terapéuticas del opio abarcan la analgesia profunda y sostenida, ideal para casos de dolor crónico o intenso, así como efectos sedantes e hipnóticos que facilitan el descanso en pacientes con insomnio o ansiedad persistente. También reduce notablemente la motilidad intestinal, por lo que se ha empleado como antidiarreico eficaz en contextos de emergencia médica o afecciones intestinales graves. Además, posee efectos antitusivos y broncodilatadores, utilizados históricamente para tratar afecciones respiratorias como la tos ferina o la bronquitis crónica. Por otro lado, el opio ha demostrado su utilidad en el control de espasmos gastrointestinales y menstruales, aliviando cólicos y dolores asociados a desórdenes funcionales del aparato digestivo y reproductivo.
Más allá de sus aplicaciones clínicas, el uso tradicional del opio produce una sensación de bienestar corporal, introspección y apaciguamiento emocional, sin la brusquedad, la euforia desbordada ni la compulsividad características de los opioides sintéticos de acción rápida. Esta cualidad más contemplativa y modulada lo ha hecho valioso no sólo como fármaco, sino también como herramienta de cuidado psicoemocional en contextos culturales diversos.
Historia del opio en la medicina occidental
Durante siglos, el opio fue considerado el medicamento más útil y versátil de la farmacopea occidental. El láudano —una tintura alcohólica de opio— era utilizado en Europa para tratar cólicos, insomnio, tos ferina, disentería, enfermedades pulmonares y como calmante para niños. En el siglo XVIII, el médico galés John Jones describió sus efectos con gran detalle en su libro The Mysteries of Opium Reveal’d (1700), alabando sus propiedades para aliviar el dolor y el sufrimiento mental. Este texto constituye una de las primeras descripciones sistemáticas de los efectos físicos y psicológicos del opio.
En el siglo XIX, con el auge de la medicina científica y el aislamiento de alcaloides como la morfina (1803), la codeína (1832) y la síntesis de la heroína (1874), se desarrollaron nuevas formas farmacéuticas más potentes. En 1853, la invención de la jeringa hipodérmica permitió por primera vez la inyección subcutánea de opioides, aumentando drásticamente su eficacia, pero también su riesgo adictivo. La administración intravenosa —más rápida y potente— amplificó los efectos inmediatos del fármaco, pero también incrementó el riesgo de dependencia y sobredosis.
A mediados del siglo XIX, en pleno auge del Romanticismo, figuras como Thomas de Quincey popularizaron los efectos subjetivos del opio con su célebre obra Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), donde describía tanto el placer como el tormento asociado al consumo prolongado. Esta etapa marcó un momento cultural clave en la historia de las sustancias psicoactivas, y generó una literatura sobre la introspección, el sueño y el uso recreativo del opio que influiría en artistas, escritores y médicos de toda Europa.
Simultáneamente, los preparados a base de opio se encontraban disponibles sin receta en farmacias y boticas bajo distintas marcas, incluyendo jarabes para la tos, tónicos para el insomnio y compuestos para niños como el Godfrey’s Cordial o Syrup of Poppies. Esta accesibilidad motivó un aumento del uso tanto terapéutico como recreativo, hasta que las primeras medidas de regulación comenzaron a introducirse a finales del siglo XIX en EE UU y Reino Unido. En este contexto, el opio pasó de representar un recurso esencial de la medicina tradicional a convertirse en el centro de un conflicto global sobre drogas, salud y moral pública.
De bien común a estupefaciente prohibido
La transición del opio como remedio tradicional a su demonización como droga ilícita fue impulsada por intereses geopolíticos, racismo y dinámicas de control social. A comienzos del siglo XX, el contexto internacional estuvo marcado por el surgimiento de movimientos moralistas y eugenésicos que veían en el consumo de drogas no sólo una amenaza a la salud, sino también al orden social y racial. Estados Unidos lideró una cruzada internacional contra el opio a través de la Convención de La Haya de 1912, impulsando su fiscalización con el argumento de la protección de la sociedad, aunque también con claros intereses coloniales y comerciales.
Estas políticas se intensificaron con la creación de la Comisión del Opio de la Sociedad de Naciones y, más tarde, con la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, que consolidó un régimen global de prohibición. Este tratado no prohibió únicamente el uso no médico del opio, sino que también restringió severamente el cultivo legal a unos pocos países designados, eliminando de facto cualquier alternativa tradicional o comunitaria.
Mientras tanto, en regiones donde el uso de opio formaba parte de prácticas terapéuticas o rituales locales —como India, Irán, Marruecos o México—, las nuevas leyes forzaron la clandestinidad, la represión y el colapso de los sistemas de medicina popular. Así, una planta que durante milenios había servido como analgésico natural fue sustituida por derivados más potentes, más rentables para la industria farmacéutica y más peligrosos para las poblaciones.
Actualmente, sólo 19 países —ninguno en América Latina— pueden producir adormidera con fines legales, principalmente para abastecer a la industria farmacéutica. Esta exclusión ha dejado fuera del circuito legal a comunidades que llevan generaciones cultivando amapola, como las del Triángulo Dorado en Asia o la sierra de Guerrero en México. La criminalización de estos saberes y economías tradicionales ha tenido efectos devastadores en términos de violencia estructural, pobreza y desplazamiento forzado.
El uso ritual y doméstico en España
En España, el uso tradicional de la adormidera perduró hasta mediados del siglo XX. En algunas regiones se preparaban infusiones para calmar el llanto de bebés, aliviar cólicos o inducir el sueño en adultos mayores. En pueblos de Andalucía, Aragón o Castilla, era común recoger cápsulas silvestres para preparar jarabes y emplastos. Estas prácticas, transmitidas oralmente entre generaciones, formaban parte de un conocimiento popular profundamente arraigado en el ámbito rural, especialmente entre mujeres que oficiaban como cuidadoras, comadronas o curanderas.
Además de su empleo como sedante y analgésico, la adormidera también se utilizaba en forma de cataplasmas para aliviar inflamaciones, heridas o dolores articulares. En algunos pueblos del Pirineo aragonés y navarro, era habitual confeccionar remedios compuestos por opio macerado con hierbas locales, como manzanilla, saúco o espliego, que se administraban en situaciones de insomnio, dolores menstruales o nerviosismo. El «agua de amapola» y el «jarabe de adormidera» formaban parte del repertorio boticario hasta bien entrado el siglo XX, y podían encontrarse en boticas de toda la península junto a otros preparados fitoterapéuticos.
En regiones del sureste, como Murcia y Almería, algunas familias empleaban las cápsulas secas de adormidera para preparar cocimientos con azúcar que se administraban en cucharadas antes de dormir. En ciertas festividades religiosas locales, se han documentado referencias a la presencia simbólica de la amapola como elemento de purificación y descanso eterno, lo que sugiere una posible pervivencia de asociaciones rituales antiguas.
La legislación española no prohíbe expresamente la recolección silvestre de cápsulas de adormidera (siempre que no se cultiven de forma intensiva), lo que abre una ventana para investigar su uso etnofarmacológico, particularmente en contextos de cuidados paliativos o salud comunitaria. Esta apertura podría facilitar el diseño de estudios científicos que documenten la eficacia, las dosis tradicionales y las vías de administración en contextos no industriales, respetando las normas internacionales de control de estupefacientes. Asimismo, permitiría reconocer la memoria terapéutica campesina como parte del patrimonio cultural inmaterial de España.
Reducción de daños y suministro seguro
El concepto de «suministro seguro» o safe supply ha cobrado fuerza en Canadá y otros países como respuesta a la crisis del fentanilo. Consiste en proveer a personas que usan opioides con sustancias controladas y no adulteradas, reduciendo así el riesgo de muerte por sobredosis. En este marco, el opio fumado o ingerido oralmente representa una opción más segura que el uso intravenoso de heroína adulterada. Sus efectos son más suaves, más duraderos y su margen terapéutico resulta más amplio.
Estudios recientes realizados en Irán han demostrado que la tintura de opio constituye una alternativa eficaz para tratar el trastorno por uso de opioides, con tasas de retención terapéutica cercanas al 83%. El tratamiento, avalado por el Ministerio de Salud iraní, ha sido empleado en más de 90.000 pacientes desde 2010 y ha mostrado una eficacia comparable a la metadona en cuanto a reducción del craving, mejoría del sueño y calidad de vida.
Otras experiencias clínicas, como en Myanmar y algunos entornos francófonos sin acceso a metadona, también han utilizado tintura de opio como estrategia de bajo coste y culturalmente adecuada, con resultados positivos en reinserción social y reducción de riesgos asociados al consumo de opioides inyectables. En Australia, ensayos con tintura de opio han confirmado su eficacia para la desintoxicación gradual, especialmente en personas con historial de uso fumado de opio.
En Europa no existen aún programas similares, pero diversas propuestas desde plataformas de política de drogas y salud pública han sugerido que se podría explorar la regulación estricta del opio crudo (por ejemplo, goma fumada o en decocciones orales) en programas controlados de reducción de daños. Investigadoras como Zara Snapp han propuesto la creación de agencias estatales que monopolicen la compra de goma de opio a campesinos bajo licencia, para distribuirla en forma segura a personas usuarias dentro de entornos supervisados. Esta estrategia permitiría evitar el uso de fentanilo en mercados adulterados y, al mismo tiempo, ofrecer medios de vida legales a comunidades actualmente criminalizadas por el cultivo de adormidera.
Este tipo de enfoques recupera, en parte, el uso tradicional del opio como sustancia medicinal y ritual, práctica común durante siglos en muchas culturas de Asia, África y Oriente Medio. Antes del régimen internacional de fiscalización iniciado en 1912, el opio era empleado en formas no inyectables —como decocciones, tinturas o goma fumada— para aliviar el dolor, tratar el insomnio o acompañar procesos de duelo. La supresión global de estos usos, impulsada por las convenciones internacionales, no erradicó el consumo, pero sí lo desplazó hacia mercados clandestinos más peligrosos, donde proliferaron formas más potentes y arriesgadas, como la heroína inyectada.
Las políticas de control también provocaron consecuencias económicas y sociales significativas sobre comunidades rurales que cultivaban adormidera de forma lícita o tolerada. La imposición de un modelo prohibicionista sin ofrecer alternativas viables empujó a muchas familias hacia la clandestinidad. Hoy, frente a la expansión del fentanilo y otras sustancias sintéticas, revisar críticamente ese pasado permite considerar estrategias que reconozcan el valor terapéutico y cultural del opio natural, sin idealizarlo, pero entendiendo que su regulación responsable podría formar parte de una respuesta más humana, efectiva y equilibrada ante la crisis actual de opioides.
Desigualdades en el acceso y propuestas para la equidad
Un artículo reciente de The Lancet Global Health ha señalado la alarmante desigualdad en el acceso a opioides: mientras países de altos ingresos enfrentan una epidemia de sobredosis por fentanilo, en muchos países de bajos ingresos millones de personas sufren y mueren sin acceso a analgésicos adecuados. La Comisión propone que se amplíe el acceso a opioides genéricos y asequibles, priorizando fórmulas no patentadas y su inclusión en la atención primaria.
Esta propuesta se alinea directamente con la recuperación de usos tradicionales como el opio: una sustancia natural, de bajo coste, culturalmente aceptada y que puede producirse localmente con justicia económica. Incluir la adormidera tradicional en paquetes esenciales de salud sería una forma concreta de reducir tanto el sufrimiento como las desigualdades estructurales en la atención sanitaria.
En esa misma línea, Katherine Pettus, directora de defensa en la Asociación Internacional de Cuidados Paliativos (IAHPC), ha remarcado en foros internacionales que «no se trata de ser pro-opioide o anti-opioide; se trata de ser pro‑paciente». Frente a la disparidad entre países de altos ingresos y regiones con sistemas de salud precarios, ha subrayado la urgencia de distribuir morfina genérica gratuitamente en hospitales y hospicios de países con recursos limitados, a fin de aliviar el sufrimiento sin contribuir a la epidemia de opioides sintéticos.
Asimismo, ha advertido sobre el riesgo de aplicar en el Sur Global el modelo farmacéutico agresivo consolidado en Occidente. En sus palabras, «la comunidad global debe desarrollar opciones de política para países de ingresos bajos y medios, que eviten la elección entre ignorar el dolor o hacer un pacto con el diablo». La solución, afirma, reside en fortalecer redes internacionales que promuevan un acceso responsable y justo, evitando la explotación por parte de compañías farmacéuticas en entornos regulatorios débiles.
Cultivo tradicional vs. industria farmacéutica
Mientras las compañías farmacéuticas obtienen enormes beneficios de la venta de opioides sintéticos —mediante fórmulas patentadas, productos de liberación prolongada y campañas de marketing agresivo— miles de pequeños agricultores en América Latina, Asia y África ven cómo su sustento histórico, vinculado al cultivo de adormidera, ha sido marginado y criminalizado. Esta profunda asimetría económica y regulatoria representa una manifestación de neocolonialismo sanitario: mientras los países del Norte capitalizan los efectos analgésicos de los opioides en entornos clínicos, los pueblos del Sur enfrentan la persecución y el empobrecimiento como consecuencia directa de las políticas de erradicación forzosa e interdicción.
Esta brecha se ve acentuada por el hecho de que los saberes tradicionales en torno a la recolección, preparación y dosificación del opio —transmitidos durante generaciones en contextos campesinos y rituales— han sido sistemáticamente excluidos de los marcos legales contemporáneos. A pesar de que muchas de estas prácticas resultan menos peligrosas que el uso de opioides sintéticos inyectables, la legislación internacional y nacional continúa sin reconocerlas ni protegerlas. Esta omisión ha alimentado mercados ilegales dominados por redes violentas, y ha contribuido a consolidar un sistema extractivo donde los beneficios médicos quedan en manos de laboratorios autorizados, mientras que los riesgos recaen en las poblaciones rurales vulnerabilizadas.
Reintegrar la adormidera tradicional en sistemas regulados de salud pública y economía solidaria no solamente permitiría reducir la dependencia estructural de opioides sintéticos, sino también revalorizar los conocimientos etnobotánicos locales, promover la soberanía terapéutica y abrir oportunidades legítimas de subsistencia. Esta transición implicaría habilitar modelos de producción controlada, trazabilidad y licenciamiento comunitario que garanticen estándares de seguridad farmacológica y al mismo tiempo respeten los marcos culturales y ecológicos del cultivo. Sería, en definitiva, un avance hacia mercados de opio sostenibles, legalmente reconocidos, ambientalmente responsables y socialmente justos.
Conclusión
En el escenario actual de sobredosis masivas, deterioro de la confianza en la industria farmacéutica y desequilibrios globales en el acceso a medicamentos, recuperar el uso tradicional del opio se plantea como una propuesta no sólo legítima, sino necesaria. No se trata de sustituir un dogma por otro, sino de ampliar el horizonte terapéutico, integrar saberes históricamente marginados y construir alternativas más humanas y sostenibles frente al modelo dominante de opioides sintéticos.
A diferencia de estos últimos, el opio tradicional encierra un conocimiento acumulado durante milenios, una práctica de cuidado que ha articulado comunidades y generado vínculos con la naturaleza. Su reintegración, bajo formas reguladas, responsables y culturalmente informadas, permitiría no sólo reducir riesgos sanitarios, sino también reequilibrar relaciones de poder en las cadenas de valor farmacéuticas, fortalecer la soberanía terapéutica y reconocer a las poblaciones rurales como agentes activos de salud.
Revalorizar la adormidera significa también repensar el papel del Estado, no como mero agente prohibicionista o fiscalizador, sino como facilitador de procesos restaurativos que reconecten salud pública, justicia económica y memoria cultural. Frente a la devastación causada por la farmacología industrial deshumanizada, la planta milenaria ofrece una vía de reconciliación entre ciencia, tradición y dignidad.
Quizás ha llegado el momento de escuchar no sólo a los informes técnicos y las estadísticas, sino también a las voces campesinas, a la memoria de los pueblos y a la sabiduría profunda de las plantas que, desde hace siglos, nos enseñan a mitigar el dolor sin causar más sufrimiento.
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